Mientras en este otrora libre y refinado continente europeo, faro y guía de la civilización occidental, paulatina e inexorablemente se ha ido instalando el horrendo barbarismo del terrorismo islámico; no debemos olvidar que en la mente autóctona de este ilustrado continente, no se había percibido el subyacente y definitivo establecimiento del no menos peligroso barbarismo de la irracionalidad. Sólo algunas de las mentes más lúcidas llegaron a atisbar desde sus atalayas, el lento y soterrado avance de esa soberbia e insolente actitud que arremetiendo contra las más mínimas normas de la justicia, el orden, la ley, el decoro, la razón y la belleza, empieza a brotar en Occidente con el advenimiento del siglo XX. Época ésta, que dicho sea de paso, es la del apogeo de las vanguardias y las ideas revolucionarias que ya habían echado raíces tras la Revolución francesa.
Como muy bien han oteado estas egregias mentes europeas desde sus torres de marfil, el hombre de la Edad Media fue el hombre de la fe, no tanto en Dios como en la religión, rayana en algunos casos en la superstición; el de la Modernidad, por el contrario, fue el hombre de la fe en la razón, la ciencia y el progreso, y el de la Postmodernidad es el que, ya descreído y sin fe, entra casi sin percatarse de ello en el más negro laberinto de la irracionalidad. He aquí la anhelada tabla de salvación para un ser confuso y desorientado, el último recurso exasperado, exacerbado del hombre de la desesperación que auguraba Ortega en 1933, y que a algunos otros ya habían vislumbrado con anterioridad, al observar y evaluar la crisis de la modernidad occidental.
He aquí por qué se defiende ahora sistemáticamente en todos los ámbitos de la sociedad lo indefendible, y sin mucha consciencia de ello, se arremete contra todas las estructuras que daban solidez y contorno a la forma de la vida humana sobre el planeta. Bien pareciera que se hubiese instaurado en el epicentro mismo de nuestras sociedades una horrenda y nefasta conspiración contra el sentido común. No hay ya ni valores ni escrúpulos porque: ¿Qué pueden significar esas rancias palabrejas en una sociedad donde el último absoluto que se ha entronizado y reina soberano en el corazón humano, no es otro que el yo soberbio, el ego emancipado? La verdad en estas circunstancias, es lo que a este nuevo soberano se le antoje y apetezca en un momento determinado. Para él y sólo para él existe todo lo demás, desde la naturaleza hasta las más insignes instituciones terrenales y ultramundanas. Hemos entrado de pleno derecho en el reino de la sinrazón, el apogeo definitivo de la época de la barbarie que, como ya he mencionado, muchos habían anunciado y vislumbrado hace ya bastante tiempo atrás.
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